lunes, 16 de junio de 2014

El Diario del Tío



—Muchos se han perdido, y nunca más los han encontrado. Se dice que fueron víctimas del Tío, que porque no le hicieron su ofrenda al entrar o no creyeron en él o se hicieron la burla, él se los llevó a las profundidades por toda la eternidad –asegura Leopoldo, mirando de reojo a Verónica que no se da por aludida.

— Cada uno de esos túneles ha sido abierto a mano por valerosos hombres; perforando la roca a fuerza de sudor y sangre, entre el frío y la oscuridad; de quitar los escombros, de pulir muros, de montar vigas para que sostengan toneladas de roca –testifica el hombre, acariciando los muros de piedra, como queriendo arrancar de ellas los gritos atrapados de los mineros que nunca más volvieron a ver la luz del Sol—. Muchas veces cuentan los turistas, que han escuchado el  repiquetear de palancas y combos en estas mismas galerías abandonadas y de que han podido ver formas de rostros borrosos sobre los muros, unas sombras que penan por los túneles.



—Parece cuento, cómo que no me la creo –suelta Verónica, con desgano.



—No hable así, señorita, el Tío la puede escuchar y se puede enojar.



—¡ ¿Mmmmmm…?! No me  trago ese cuentingo del Tío, ese. Eso está bien para turistas, nomás.



Leopoldo  hace la señal de la cruz con la mano temblorosa, mientras observa absorto cómo José la reprende, obligándola a callar.



Los muros del pasadizo son toscos y  grumosos promontorios de roca, que tienen un peculiar brillo que  fulgura bañando las caras de los visitantes con un fragante y tenue esplendor. Las estrechas vías son, arduas y oscuras,   terroríficamente apretadas y accidentadas. El aire a ese nivel es húmedo, polvoriento y  tan denso que casi les da la sensación de estar caminando dentro del agua. El conducto de repente se curva,  conduciéndolos a una oscura galería de techo bajo dándoles la desesperante sensación de estar enterrados vivos. Siguen  caminando agachados por un largo trecho hasta llegar a un espacio más amplio; un insólito universo oculto se da paso y se convierte en una polvorienta neblina de nerviosos destellos, que resplandecen en inquietantes formas asimétricas.



—¡Allasito está el elevador! –indica Leopoldo, señalando con el haz de luz un viejo elevador maltrecho.



—¿Acaso vamos a bajar? –inquiere Verónica, con los ojos abiertos como platos.



—No. El elevador ya no funciona. Sólo les estoy mostrando por donde bajaban los mineros.



—Hubiéramos querido bajar para ver cómo es ahí abajo –dice, María, sacando de su mochila una botellita de agua para beber.



—¿Hubiéramos?  —inquiere Verónica sarcásticamente.



El grupo se acerca al elevador; una destartala caja de hierro, cubierto por una puerta de malla metálica.



—¿Podemos tomar fotos? –pregunta Marc, en un pésimo español.



—Claro que sí.



María y Marc abren la desvencijada malla, que hace de puerta del elevador y metiéndose dentro posan para la foto. José enfoca con el celular de Marc y toma varias fotografías, mientras la pareja cambia constantemente de pose.



—¡Ya! Ahora nos toca a nosotros –apunta José, sacando su celular y prepararlo para tomar fotos.

Verónica se queda dubitativa, pensando en la repentina sensación de vértigo que la invade.



—¡Vamos, amor! No pasa nada.



Entran y Marc les tomas varias fotos. En ese momento, cuando José sale del elevador, se siente un fuerte sacudón que obliga a Verónica a aferrarse aterrada a un costado de la cabina.  Su esposo gira para tomarla del brazo y jalarla hacia fuera, pero otro súbito temblor hace que él caiga hacia atrás y que las correas de las poleas del elevador se revienten, provocando que la cabina caiga y que, con su peso, rompa los dientes oxidados del carril, haciendo imposible que el artefacto se detenga. La cabina se precipita escupiendo chispas centellantes en medio de un estruendoso y violento rugir de fierros. Verónica yace tendida en la base de la cabina, gritando por la estrepitosa y atronadora caída que la lleva decenas de metros al fondo del cerro, hasta que por fin los dientes de detención logran ir frenando con inmensurable dificultad el elevador metros antes de que se estrelle al fondo, quedando suspendido a unos centímetros del suelo.

Verónica, poniéndose de pie, con mucho esfuerzo logra salir de la destartalada cabina un minuto antes de que una lluvia de piedras obstruyera todo el conducto y aplastase la caja metálica, provocando un estruendoso bramido varios decibeles fuera del umbral auditivo. Caen rocas en estridentes aludes y  el  chirriante cajón de metal  del elevador se arruga como papel. Se producen leves  temblores en la tierra y aparecen grietas al contorno de la  destruida cabina, intensificados por un ahogado rugido, tan violentamente angustioso que Verónica se estremece de miedo; las grietas exhalan fétidos vapores y salpican partículas de sólida piedra. Una espesa nube de tierra oscurece todo el corredor, haciendo que Verónica sufra de un acceso de tos y un posterior desmayo.



En la galería donde se encuentra el resto del grupo aún son presa del pánico, viendo todo el canal obstruido por rocas de enorme tamaño. Leopoldo se aferra al muro y empieza a murmurar con los ojos abiertos como platos.



—El Tío se la llevó, el Tío se la llevó. Ella no creía, y no tuvo respeto. Ahora se la llevó.



—¡Calla! Leopoldo.  Hay que ir a buscar ayuda. ¡Inmediatamente!



—Lo lamento. Cuando el Tío decide, decide. No se puede hacer nada. Nadie querrá ayudarla –acotó, al momento de salir corriendo hacia el exterior, dejando a la pareja de francesitos gritando, mientras José en un intento inútil y desesperado intenta arrancar las gigantescas rocas, mientras grita desesperadamente el nombre de su esposa sin recibir respuesta.



Aproximadamente una hora después, en medio de una tortuosa oscuridad, el haz de luz del casco marca una franja luminosa, cuya luminiscencia atrapa millones de partículas de polvo.  Verónica abre los ojos y le cuesta  acostumbrarse a la negrura de las entrañas del cerro, intenta no respirar con temor a  estar inspirando venenoso gas, pero la desesperación la invade  y no le queda más remedio que  tomar aire en el nebuloso lugar. La mujer tiene reseca la garganta y su hinchada lengua es un bulto de trapo dentro de  su boca. El cuerpo de Verónica se estruja, su cuerpo  está cubierto de polvo, su hinchado tobillo cruje y se lamenta.  Su corazón está enloqueciendo y  sus ojos están nublados, su espalda se encorva con un triste chirrido, está sin aliento. Siente que está al borde de la muerte.



Se yergue con dificultad, el dolor en el tobillo se intensifica, pero camina internándose por el túnel, camina varios minutos que parecen horas, avanza con lentitud por una pasarela que hay en el punto más elevado de la enorme cámara y se topa con una pequeña y vieja puerta de madera que parece que hubiera estado cerrada por cientos de años. Escucha unos pasos detrás y, rápidamente gira pensando que vienen por ella, pero no ve a nadie, sólo los túneles vacíos y silenciosos. No sabe si es por el efecto del pesado aire que delira con  la idea de que  alguien la está siguiendo.

Piensa unos instantes y decide abrir la puerta. Los goznes crujen y el polvo se desprende de la madera como un espectro. Dentro encuentra objetos muy raros; encuentra un enorme espejo biselado enmarcado con  tallados pintados de color oro, unas sillas estilo Luis XIII, una mesita de centro estilo francés y una percha donde cuelga una vieja capa roja con capucha. Verónica no da crédito a lo que sus ojos ven, se acerca cojeando, ahora por la hinchazón del tobillo y toma asiento en la escuálida sillita. Alumbra todo el entorno y no entiende cómo esos objetos se encuentran dentro de la mina a esa profundidad.

Sobre la mesita encuentra un grueso manuscrito foliado, cuya tapa   de madera está revestida de piel adornada con ornamentos de hierro, que  protegen los pergaminos bellamente escritos con una letra estilo romano clásico. La tinta utilizada en sus hojas es una preparación de extracto de tanino y sulfato de hierro que se usaba en el siglo XV. Verónica mira a un lado de la mesita y encuentra sobre el suelo una pequeña lamparilla de querosén, se acerca, saca de su mochila la cajetilla de cerillos  que Marc le dio a guardar, enciende la mecha y  toda la galería se ilumina con un pálido fulgor. Toma el manuscrito con ambas manos, lo  acerca a la luz de la lamparilla y, pasándole la mano por la superficie, limpia el polvo de la tapa para poder leer el título del mismo; “Diario de K. G. Maier” Hojea lentamente las crujientes páginas amarillentas, leyendo cortas palabras que parecen dibujadas con magistral habilidad.

Cierra el pesado libro, ocasionando que una nube de polvo se extienda frente a su rostro y le provoque una rasposa tos. Lo apoya sobre la mesita y abriendo la pesada tapa lee la nota de la primera página:

“Esta es la historia de mi vida, no sé cuáles fueron los motivos que me llevaron a realizar tal faena, quizás para no perecer en las redes de la monstruosa locura que me acosa desde hace siglos. Soy inmortal y ésta es mi historia:”



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