jueves, 9 de diciembre de 2010

Conociendo a Jacinto Choque Quispe

Esta es la historia  de un joven minero de Huanuni,  una población en Oruro, Bolivia, Jacinto Choque Quispe, un muchacho  soñador de 19 años, creció con las ambiciones de todo muchacho de su edad, salir a la ciudad y encontrar un mejor futuro. Deseaba estudiar arquitectura, tenía afición por las construcciones  y se la pasaba, desde muy niño, haciendo pequeños adobes de barro para construir casitas en miniatura. Su madre siempre quiso que trabajara de albañil, ni bien saliera de la escuela, pero, para Jacinto, sus sueños eran más grandes  que su realidad y alzaban vuelo perdiéndose en el inmenso cielo de la locura.  Cuando ya había decidido salir de su pueblo a la ciudad para buscarse un empleo y poder entrar a estudiar a la Universidad pública de la ciudad, recibió la noticia de Juana, su novia, que estaba embarazada y todos sus planes se vinieron al suelo.  Tuvo que casarse e irse a vivir a la casa de Juana que vivía con su padre, Manuel, un viejo que se había enfermado con Silicosis a causa de trabajar años dentro de las minas. Jacinto, gracias a los contactos del suegro, preocupado por el futuro de su nieto, consiguió empleo como minero. Recordaba muy bien el primer día que  salió para entrar a la mina; el cielo era de un ominoso color azul cobalto, los vientos soplaban y aullaban como lobos hambrientos, recordaba bien como la boca de la mina lo esperaba como relamiéndose para tragárselo entero y no dejarlo salir más. Era  tan angustiosa su preocupación, que hasta le vio dientes. 

Cuando  iba descendiendo al corazón de la mina, experimentó una claustrofobia aterradora, su respiración se hacía más pesada, Jacinto había asumido una carga psíquica de terror, como si su propio ego hubiera surgido de algún modo a través de sus poros para formar una coraza telepática. Se le heló la sangre en las venas. Era algo que desobedecía a toda lógica, pero la evidencia que ofrecían sus sentidos era incuestionable; estaba entrando a la oscuridad del subsuelo. Su mundo, en ese momento,  había adquirido el fulgor de la muerte y los ojos de Jacinto cobraron un resplandor febril y brillante. Veía en el aire, una delgada fría neblina plomiza, que flotaba por encima de él con un gélido fulgor blancoazulado, vio los rostros inexpresivos de viejos mineros salir, cruzando por su lado; hombres que habían pasado por pavorosas circunstancias y poseían el conocimiento de grandes secretos ignotos, parecían extraños seres que vivían bajo increíbles y negras presiones; caras que no reflejaban cólera ni odio en sus demenciales facciones, sino únicamente lo que parecía una pesadumbre semiconsciente e idiotizada de una muerte prematura. 

El propio aire daba la impresión de espesarse y volverse como un jarabe, Jacinto casi creía estar nadando en vez de andando, a través del telón de su propio terror oyó el rumor de los  carritos metálicos; una chillona voz imbuida del trueno de la autoridad, que se adueñaba del escenario, campante de haber sobrevivido a cientos de generaciones de hombres y haber, tan solo, quedado con el óxido corroído en su piel metálica, como prueba de su existencia y resistencia.

Jacinto seguía penetrando y descendiendo y su miedo era a cada segundo, más insoportable, sintió que su terror de pesadilla se hacía más profundo y casi sólido. Empezó  a ver profundos abismos insondables que parecían nadar ante sus ojos, descendiendo vertiginosamente. La roca se enseñoreaba de nuevo, alzándose con esplendor ciclópeo y caótico hacia las descoloridas vigas milenarias, que parecían estar soportando el peso del mundo entero. Ya estaba cruzando a través de las primeras laderas peladas, el lecho de roca que perforaba la piel de la tierra en hosco triunfalismo erosionado, cuando  Jacinto sintió un latir en la roca, pudo introducir la mano a través de la pared, y pudo sentir algo sólido, algo con protuberancias irregulares y desgastadas, una gruesa piel de roca fría  como  cuchillas, y él sintió que le hablaba; una voz grumosa que se arrastraba y le respondía  desde el interior de la pared. ¿A caso Jacinto ya estaba perdiendo la razón?

Jacinto tenía el rostro enjuto; los pómulos altos desembocaban en un largo y estrecho mentón; los ojos, muy separados, mostraban un color negro como el ala de un cuervo, su nariz era aguileña y  sus facciones cuadrangulares. Era, sin duda alguna, un joven atractivo que irradiaba un aire de vitalidad.
  Continuará.....

Ausencia - Poesía Sisinia Anze Terán

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