martes, 22 de marzo de 2011

Conociendo a Jacinto Choque Quispe. Segunda parte......


Un grito de desesperación estalló en su pecho, pero, una vez más, no pudo llegar a su  garganta. El aire condensado hervía sus sienes y su ocre aroma se impregnó en cada uno de sus poros, irritándolos. Se  preguntaba cómo era posible que un ser humano pudiera soportar tanta agonía, era, literalmente, estar enterrado vivo. La humedad de la roca era como un suspiro helado de la mina, penetraba hasta la medula de los huesos; por un momento, su  piel se erizó y su estómago convulsionó.  “Esto no es para mí”, se dijo en silencio, pero  se acordó del hijo que estaba en camino y bajando la mirada, prosiguió  penetrando por el túnel que parecía llevarlo al mismo infierno. Entró a una cámara, donde la luz parecía llorar de tristeza al ver un montón de mineros descansar, sentados a los costados, mascando su coca; esos rostros demacrados estaban  hinchados por el veneno inhalado,  parecían hombres hechos de bronce, tallados por la mismísima  muerte.  “¿Es éste mi destino?, se preguntaba, mientras seguía ingresando a  la mina. Esos ojos inanes, lo examinaban detenidamente, mientras atravesaba la cámara, como cuando se ve agua cristalina  derramarse a un pantano.  
 La mina empezó a hablarle al oído, a susurrarle canciones narcóticas que lo adormecieron por un instante; “ qué me está pasando, che???”, se sacudía la cabeza, tratando de recobrar la razón.  La mina es una grieta sedienta de compañía, y es tan poderosa su presencia,  que se podría decir que percibe carne fresca en sus rocosos intestinos  y celebra su nuevo aperitivo.
Jacinto ya era víctima de ese dulce y toxico veneno que se desprendía de las galerías, su efecto era incuestionable, ya en su sangre corría el chorro metálico de la pócima infernal de la muerte.  En pequeñas dosis y lento en su actuar, pero con resultados implacables al momento de brotar a los pulmones.  El silencio se rompió repentinamente, cuando escuchó a uno de los hombres toser incontrolablemente, vio  como se aferraba a la gris pared de textura afilada y trataba inútilmente arrancar con las uñas, lo que sus pulmones le pedían a gritos, “OXIGENO”. Sus dedos deformes se llenaron de sangre y una uña se le partió.  Que escalofriante escena,  Jacinto estaba, prácticamente presenciando como la muerte jugaba con aquel hombre.  Se le puso la piel de gallina.  Pero para eso nacieron estos hombres andinos, para enfrentarse a la muerte con brío y pujanza, tenían temple de acero y ya ni se sabe cuántas generaciones pasaron por esas galerías que fueron taladas y pulidas con las manos de hombres valientes, como él.  No podía echarse atrás, tenía que seguir y demostrarse así mismo que el miedo a la muerte no era obstáculo para hombres como él.
Continuará……

Ausencia - Poesía Sisinia Anze Terán

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