jueves, 2 de mayo de 2013



 Encuentro con el Tío de las minas 






                     

Jacinto camina por las galerías dentro de las entrañas de la mina; el olor es a metal, húmedo y pesado. El minero se empieza a sentir mareado y se apoya a los muros fríos, intenta salir a la superficie lo más rápido posible y cuando llega a doscientos metros de la bocamina, donde está solo y no se oye más que el eco de sus propios pasos, siente que ha perdido las fuerzas y que las imágenes distorsionadas de su entorno lo acechan como espectros amenazantes. Se desvía hacia una galería por donde camina a tientas, hasta perder el sentido de orientación. Se apega contra las rocas y empieza a chapotear bruscamente dentro de una canaleta por donde mana la copagira, aguas ácidas mezcladas con residuos minerales oxidados. Se detiene y acerca su rostro al maloliente líquido; su superficie pulimentada refleja su rostro descompuesto en matices verdosos. Vaga eternamente en los entrelazados corredores. Traga excesivo polvo ácido. Todos los túneles acaban en nuevos pasadizos, pero él no siente que se aproxima a territorio conocido, todo le resulta inexplorado, extraño, terroríficamente recóndito. El desespero le abruma. ¿Errará por siempre en este mundo subterráneo? O, si logra regresar a la superficie, ¿se hallará en el mismo desierto de demenciales alucinaciones? La conciencia del minero se desvanece en el mundo subterráneo, oscuro, fantástico, incierto recorrido por violentas pasiones y Jacinto, centelleante y tembloroso, lleva su alma por dudosos y precarios caminos. Avanza, adivinando con las manos entre la bocamina que se proyecta como una oscura falange de roca y tierra, donde él es el retazo de carne que se resiste a seguir su trayecto a los oscuros y grumosos órganos internos del monstruo de piedra. Llega a una cámara vacía donde sólo hay callapos, troncos de árbol, barrenos, perforadoras y cascos, también conocidos por los mineros como guardatojos. El lugar expulsa el olor a azufre como un cuchillo que penetra los sentidos, destrozándolos inexorablemente.

El minero se detiene en plena oscuridad y trata de arrancar del contaminado aire oxígeno puro para calmar a sus pulmones que están al borde del delirio.

Repentinamente una luz rojiza se dilata por toda la galería y una silueta aterradora se perfila frente a él. Su apariencia es espeluznante, unos ojos fieros lo miran con un brillo diabólico, unas astas se extienden hasta perderse en lo alto de la galería; el rostro que se proyecta a unos centímetros de su pavorida humanidad es siniestramente perturbador, tiene una nariz alargada y torcida, una boca ancha y negra por la ceniza de las k’uyunas que se fumó; su barbilla es alargada y puntiaguda, sus cejas gruesas y peludas, más negras que la noche de invierno de Huanuni. Cuando Jacinto dirige la mirada a los pies, se encuentra con un par de pezuñas dentro de unas deformes abarcas que no disimulan la deformidad de sus patas de cabra. El terrorífico ser viste pantalones desbocados que dejan ver un enorme miembro erecto, del cual, el ser se siente orgulloso.

-¿Quién eres?

-¿No me reconoces, minero?

-¿El diablo?


-Jajajajaa, minero, soy el dios de los Andes. Soy el amo y señor de las riquezas del subsuelo, esas que con tantas ansias buscas. – El “Tío” hace brillar sus saltones ojos con la mirada centelleante de la maldad; hace chirriar los dientes, se alisa la barba y suelta una estruendosa carcajada.

-El “Tío”.


-El Tiw, el protector de la naturaleza, de abrigos rocosos, cuevas, socavones. Soy una suerte de dios del bien y del mal, dependiendo de cómo me tratan. – Carraspea, soltando una bulliciosa carcajada que hace temblar las vigas que sostienen el techo.
-¿Qué deseas de mí? Yo no te he hecho nada a vos –reclama, asustado el minero.

-Por ahora, sólo deseo una k’uyuna. ¿Me invitas? –pregunta el “Tío”, alzando sus cejas hechas de pelo de llama negra. Golpea con las pezuñas el suelo, en un acto de desesperación. –Apura, minero, que se me hace agua la boca. Jajajajajaa –suelta una siniestra carcajada por la ironía de su comentario.
El minero busca en sus bolsillos y saca la pequeña cajetilla de        K’ uyunas, se pone nervioso y hace caer unos cuantos al suelo húmedo. 

-¡Epa minero, que no sacan de los árboles! Anda, coloca una en mi boca y préndela. –dice abriendo su boca manchada con el hollín de los cigarros.


El minero toma una k’ uyuna y metiéndola en la boca del “Tío” la enciende con un cerillo que se apaga antes de cumplir con su función.


-Pero qué pasa, minero. ¿Tan feo soy? ¿Tanto miedo te doy? –suelta con una ensordecedora carcajada.


- He escuchado que si te tratan mal, o te faltan al respeto, tus ojos se inflan y miras con siniestro brillo de fuego del infierno, que cuando te enojas es como si un volcán estallara en erupción. – Resopla Jacinto, haciéndose para atrás después de encender el cigarro. -Escupes rayos por la boca, haciendo que toda la mina se sacuda, y desprenda grandes piedras de las cubiertas, los callapos caen como lluvia de meteoritos de la parte superior de los socavones, la copagira hierve y toda luz se apaga, dejando reinar la oscuridad en las minas.
-Oh, y de pronto brotan gases venenosos como fantasmas, aguas malolientes, y corrientes heladas y húmedas de vientos. Pongo trampas diabólicas hasta ocasionar la muerte de los pobres mineros sacrificados. –escupe el “Tío”, con divertida ironía. –Sí, ese mismito soy yo, Jacinto –jadea presuntuoso.

-¿Cómo sabes mi nombre?


-Yo lo sé todo, minero –dice, haciendo centellear sus inmensos globos oculares. Brillosas moléculas de metal danzan y brincan con ardua fascinación, zumbando y crujiendo mientras flotan por todas partes.


-¿Cómo sé que es verdad lo que me dices?


-¡Ja! Y a mí qué me importa lo que tú pienses, o creas de mí… Si me he hecho ver contigo es porque me llama la atención tu olor.


-¿Mi olor?

-Hueles a muerte, minero. Llevas sobre los hombros el peso de millones de almas en pena. Superas la cantidad de muertes que llevo en mi haber, minero.
-¡Eso es mentira! –exclama el minero despavorido.


-Y ¿para qué te voy a mentir a vos, pues? – resopla con

fingida indiferencia. ¡Minero, soy arrogante, pero no mentiroso ni altivo; soy atrevido, pero no prepotente. ¿Un sinvergüenza…? Jajajaja, ¡sí!, pero a la vez franco y generoso. Un goloso de los placeres de la carne de los mortales; por eso en las noches, cuando estoy aburrido, adopto su forma y salgo al pueblo a hacer de las mías. ¿Vividor desenfrenado y libertino? –suelta una estrepitosa risotada, sosteniendo su barriga con ambas manos. – Muy libertino, pero considerado y apasionado. Así como me ves, minero, soy lujurioso, pero con romanticismo. Soy un corruptor cárnico, pero no depravado,…., bueno, sí, soy, no lo puedo negar, soy muy depravado… -resopla con una sonora carcajada, sacando unas hojas de coca de su chuspa. - Puedo ser débil, burlón y a la vez cínico, tolerante, pero no permisivo. Sereno, sosegado, pero no indiferente, idealista pero no fanático. ¡Qué ironía!, un demonio soñador, a veces hasta sumiso, pero avispado, solapado y astuto. Soy engreído por todas las atenciones de mis sobrinos; mira mis botellas de quemapecho, nunca me faltan, –dice alzando una botella de alcohol de entre sus piernas y traga un sorbo. Soy calmo pero fieramente inquieto, un descarado, sarcástico, pero no mala fe, un bandido conquistador, una amalgama de contradicciones imposibles de otorgar a un simple mortal como tú, mucho menos, para describir el espíritu de todo un pueblo... –Alza las manos al cielo, y haciendo chispear sus saltones ojos suelta un profundo suspiro.- Es incoherente, minero, paradójico, absurdo, ilógico y discrepante, pero ese soy yo: El “Tío” de las minas.

Jacinto lo mira con un gesto inundado de terror, al ver como esos descomunales ojos se tornan rojizos y rutilantes; al ver cómo se perfilan unos colmillos inmensos y amenazadores.
-Eres…eres el mismito diablo, –suspira el minero con voz entrecortada. 

- ¡Infeliz! No te das cuenta, acaso, de que tú eres el que está poseído? ¿Que oscuras y siniestras fuerzas han encarnado tu cuerpo, que se han infiltrado en tu sangre y que se han apoderado hasta de tus huesos?...Jajajaja, minero, ¿yo? ¿El diablo..?, ingenuo, al diablo lo llevas puesto tú –rezonga con estruendosa voz, mientras el minero, despavorido, sale corriendo, tropezando con las piedras en su camino.


Las carcajadas del “Tío” revotan en los muros de la mina, y se pasean por las galerías como fantasmas sonoros que embrujan con sus estridentes notas a la Pachamama.



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