—Muchos se han perdido, y nunca más los han encontrado. Se dice
que fueron víctimas del Tío, que porque no le hicieron su ofrenda al entrar o
no creyeron en él o se hicieron la burla, él se los llevó a las profundidades
por toda la eternidad –asegura Leopoldo, mirando de reojo a Verónica que no se
da por aludida.
— Cada uno de esos túneles ha sido abierto a mano por valerosos hombres;
perforando la roca a fuerza de sudor y sangre, entre el frío y la oscuridad; de
quitar los escombros, de pulir muros, de montar vigas para que sostengan
toneladas de roca –testifica el hombre, acariciando los muros de piedra, como
queriendo arrancar de ellas los gritos atrapados de los mineros que nunca más
volvieron a ver la luz del Sol—. Muchas veces cuentan los turistas, que han
escuchado el repiquetear de palancas y
combos en estas mismas galerías abandonadas y de que han podido ver formas de
rostros borrosos sobre los muros, unas sombras que penan por los túneles.
—Parece cuento, cómo que no me la creo –suelta Verónica,
con desgano.
—No hable así, señorita, el Tío la puede escuchar y
se puede enojar.
—¡ ¿Mmmmmm…?! No me
trago ese cuentingo del Tío, ese. Eso está bien para turistas, nomás.
Leopoldo
hace la señal de la cruz con la mano temblorosa, mientras observa
absorto cómo José la reprende, obligándola a callar.
Los muros del pasadizo son toscos
y grumosos promontorios de roca, que
tienen un peculiar brillo que fulgura bañando
las caras de los visitantes con un fragante y tenue esplendor. Las estrechas
vías son, arduas y oscuras, terroríficamente apretadas y accidentadas. El
aire a ese nivel es húmedo, polvoriento y tan denso que casi les da la sensación de
estar caminando dentro del agua. El conducto de repente se curva, conduciéndolos a una oscura galería de techo
bajo dándoles la desesperante sensación de estar enterrados vivos. Siguen caminando agachados por un largo trecho hasta
llegar a un espacio más amplio; un insólito universo oculto se da paso y se
convierte en una polvorienta neblina de nerviosos destellos, que resplandecen
en inquietantes formas asimétricas.
—¡Allasito está el elevador!
–indica Leopoldo, señalando con el haz de luz un viejo elevador maltrecho.
—¿Acaso vamos a bajar?
–inquiere Verónica, con los ojos abiertos como platos.
—No. El elevador ya no
funciona. Sólo les estoy mostrando por donde bajaban los mineros.
—Hubiéramos querido bajar para
ver cómo es ahí abajo –dice, María, sacando de su mochila una botellita de agua
para beber.
—¿Hubiéramos?
—inquiere Verónica sarcásticamente.
El grupo se acerca al
elevador; una destartala caja de hierro, cubierto por una puerta de malla
metálica.
—¿Podemos tomar fotos?
–pregunta Marc, en un pésimo español.
—Claro que sí.
María y Marc abren la
desvencijada malla, que hace de puerta del elevador y metiéndose dentro posan
para la foto. José enfoca con el celular de Marc y toma varias fotografías,
mientras la pareja cambia constantemente de pose.
—¡Ya! Ahora nos toca a
nosotros –apunta José, sacando su celular y prepararlo para tomar fotos.
Verónica se queda dubitativa, pensando en la
repentina sensación de vértigo que la invade.
—¡Vamos, amor! No pasa nada.
Entran y Marc les tomas varias
fotos. En ese momento, cuando José sale del elevador, se siente un fuerte
sacudón que obliga a Verónica a aferrarse aterrada a un costado de la cabina. Su esposo gira para tomarla del brazo y
jalarla hacia fuera, pero otro súbito temblor hace que él caiga hacia atrás y
que las correas de las poleas del elevador se revienten, provocando que la
cabina caiga y que, con su peso, rompa los dientes oxidados del carril, haciendo
imposible que el artefacto se detenga. La cabina se precipita escupiendo
chispas centellantes en medio de un estruendoso y violento rugir de fierros. Verónica
yace tendida en la base de la cabina, gritando por la estrepitosa y atronadora
caída que la lleva decenas de metros al fondo del cerro, hasta que por fin los
dientes de detención logran ir frenando con inmensurable dificultad el elevador
metros antes de que se estrelle al fondo, quedando suspendido a unos
centímetros del suelo.
Verónica, poniéndose de pie,
con mucho esfuerzo logra salir de la destartalada cabina un minuto antes de que
una lluvia de piedras obstruyera todo el conducto y aplastase la caja metálica,
provocando un estruendoso bramido varios decibeles fuera del umbral auditivo.
Caen rocas en estridentes aludes y el
chirriante cajón de metal del
elevador se arruga como papel. Se producen leves temblores en la tierra y aparecen grietas al
contorno de la destruida cabina,
intensificados por un ahogado rugido, tan violentamente angustioso que Verónica
se estremece de miedo; las grietas exhalan fétidos vapores y salpican
partículas de sólida piedra. Una espesa nube de tierra oscurece todo el
corredor, haciendo que Verónica sufra de un acceso de tos y un posterior
desmayo.
En la galería donde se
encuentra el resto del grupo aún son presa del pánico, viendo todo el canal
obstruido por rocas de enorme tamaño. Leopoldo se aferra al muro y empieza a
murmurar con los ojos abiertos como platos.
—El Tío se la llevó, el Tío se
la llevó. Ella no creía, y no tuvo respeto. Ahora se la llevó.
—¡Calla! Leopoldo. Hay que ir a buscar ayuda. ¡Inmediatamente!
—Lo lamento. Cuando el Tío
decide, decide. No se puede hacer nada. Nadie querrá ayudarla –acotó, al
momento de salir corriendo hacia el exterior, dejando a la pareja de
francesitos gritando, mientras José en un intento inútil y desesperado intenta
arrancar las gigantescas rocas, mientras grita desesperadamente el nombre de su
esposa sin recibir respuesta.
Aproximadamente una hora después, en medio de una tortuosa
oscuridad, el haz de luz del casco marca una franja luminosa, cuya luminiscencia
atrapa millones de partículas de polvo. Verónica
abre los ojos y le cuesta acostumbrarse
a la negrura de las entrañas del cerro, intenta no respirar con temor a estar inspirando venenoso gas, pero la
desesperación la invade y no le queda
más remedio que tomar aire en el nebuloso
lugar. La mujer tiene reseca la garganta y su hinchada lengua es un bulto de
trapo dentro de su boca. El cuerpo de Verónica se estruja, su cuerpo está
cubierto de polvo, su hinchado tobillo cruje y se lamenta. Su corazón está enloqueciendo y sus ojos están
nublados, su espalda se encorva con un triste chirrido, está sin aliento. Siente
que está al borde de la muerte.
Se yergue con dificultad, el dolor en el tobillo se
intensifica, pero camina internándose por el túnel, camina varios minutos que
parecen horas, avanza con lentitud por una pasarela que hay en el punto más
elevado de la enorme cámara y se topa con una pequeña y vieja puerta de madera
que parece que hubiera estado cerrada por cientos de años. Escucha unos pasos
detrás y, rápidamente gira pensando que vienen por ella, pero no ve a nadie,
sólo los túneles vacíos y silenciosos. No sabe si es por el efecto del pesado
aire que delira con la idea de que alguien la está siguiendo.
Piensa unos instantes y decide abrir la puerta. Los
goznes crujen y el polvo se desprende de la madera como un espectro. Dentro
encuentra objetos muy raros; encuentra un enorme espejo biselado enmarcado
con tallados pintados de color oro, unas
sillas estilo Luis XIII, una mesita de centro estilo
francés y una percha donde cuelga una vieja capa roja con capucha. Verónica no
da crédito a lo que sus ojos ven, se acerca cojeando, ahora por la hinchazón
del tobillo y toma asiento en la escuálida sillita. Alumbra todo el entorno y
no entiende cómo esos objetos se encuentran dentro de la mina a esa
profundidad.
Sobre
la mesita encuentra un grueso manuscrito foliado, cuya tapa
de madera está revestida de piel adornada
con ornamentos de hierro, que protegen los pergaminos bellamente escritos
con una letra estilo romano clásico. La tinta utilizada en sus hojas es una
preparación de extracto de tanino y sulfato de hierro que se usaba en el siglo
XV. Verónica mira a un lado de la mesita y encuentra sobre el suelo una pequeña
lamparilla de querosén, se acerca, saca de su mochila la cajetilla de cerillos que Marc le dio a guardar, enciende la mecha y
toda la galería se ilumina con un pálido
fulgor. Toma el manuscrito con ambas manos, lo
acerca a la luz de la lamparilla y, pasándole la mano por la superficie,
limpia el polvo de la tapa para poder leer el título del mismo; “Diario de K. G.
Maier”
Hojea lentamente las crujientes páginas amarillentas, leyendo cortas palabras
que parecen dibujadas con magistral habilidad.
Cierra
el pesado libro, ocasionando que una nube de polvo se extienda frente a su
rostro y le provoque una rasposa tos. Lo apoya sobre la mesita y abriendo la
pesada tapa lee la nota de la primera página:
“Esta es
la historia de mi vida, no sé cuáles fueron los motivos que me llevaron a
realizar tal faena, quizás para no perecer en las redes de la monstruosa locura
que me acosa desde hace siglos. Soy inmortal y ésta es mi historia:”